
Por un lado, el jugador es un personaje de ésta, a veces comedia llamada fútbol, que actúa como un niño pequeño que cree que es el centro del mundo. Piensa "soy yo y el equipo a mi alrededor" y tiene una percepción absolutamente egocéntrica de lo que es un equipo de fútbol; en muchas ocasiones no vé más allá de donde llega su radio de acción. Todo ello unido a que se ve respaldado por el elogio fácil de parte de la afición y la prensa, hacen que surja el acomodo y la falta de exigencia, enemigos números uno de cualquier entrenador. Por otro lado, el entrenador avalado, por supuesto, desde su posición de liderazgo y comandante de la nave, con la mejor imagen que tiene del campo desde fuera y del proceder de todo el grupo diariamente, a veces le lleva a la confusión una autoridad mal entendida que se convierte en autoritarismo o un afán incontrolado de mandar señales al grupo a través de actuaciones sesgadas contra algún jugador. Ni que decir tiene que la exigencia individual y grupal en pos del máximo rendimiento y las pautas de funcionamiento son materias intocables y aquél jugador que ose vulnerarlas debe ser llamado al orden. Y muy torpe sería por su parte tomar manía ante un jugador que a la postre sería tirar piedras contra su propio tejado así como la repercusión que supondría para la directiva del club que en estos casos no se piensa a quién ha de elegir para coger puerta, el entrenador.
Pero en todos estos casos de conflicto, si no son resueltos rápidamente, es el equipo el que pierde y quien sufre consecuencias en cuanto a convivencia grupal, malestar general, enquistamiento de la fuidez de las relaciones normales y todo ello traducido en el claro minoramiento del rendimiento deportivo. Es fundamental en estos casos atajar de inmediato las situaciones y retomar la comunciación entrenador/jugador para que cada uno desarrolle su función y sea el equipo quien quede por encima de figuras componentes del mismo como son el entrenador y el jugador.
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